Desde que tengo uso de razón he tenido cerca animales. Mi hermano mediano, que tenía TDAH, solía acoger a muchísimos animales. Le daban calma y él conseguía estar más atento y tener una rutina de cuidado con ellos. Era mágico ver el poder que ese cuidado tenía en él: conseguía estar más relajado, jugaba con los animales y así podía responder a esa necesidad de movimiento que el TDAH le provocaba… Sin saberlo, los animales le cambiaron la infancia.
En mi caso, estar con los animales que teníamos cerca siempre hacía que mi ansiedad se relajara. Pero si recuerdo momentos en los que creo que fueron cruciales, me vienen a la cabeza aquellos ataques de pánico en los que Boby, nuestro perro, se acaba a mí y me lamía las manos. Después se sentaba a mi lado. Esperando a que todo pasara. Estaba ahí para mí. Ahora, muchos años después, tengo a dos gatas en casa. Una de ellas es arisca y únicamente viene a ver cómo estoy si tengo muchísima ansiedad. Se sube a la mesa, me mira, me lame, o simplemente me acompaña, a pesar de que esto de dar cariño no es lo suyo. Es una gata mayor, que antes de venir con nosotros ya vio a demasiadas personas haciéndoselo pasar mal y aun así me acompaña cuando lo necesito.
Cuando la depresión volvió a mi vida y con ella los pensamientos suicidas más fuertes, me costaba muchísimo hacer las cosas más simples. Ducharme, salir de casa, levantarme del sofá… cuando tenía compromisos era capaz de ser funcional y parecía que todo iba bien, pero al volver a casa tenía me encontraba tan cansada por ese esfuerzo que acababa peor.
Fue entonces cuando llegó la segunda gata, Hela. Una cachorrita negra que demandaba atención y me perseguía maullando. No sé cómo ni por qué, pero creo que entendió lo que pasaba y cuando no me despertaba a mi hora, venía a morderme los pies o a jugar conmigo a la cama. Siempre, si no me había despertado a las 9, entraba a la habitación para despertarme. No en fines de semana, ni en días de fiesta. Es como si notara cuándo estaba mal. Como si supiese que no me levantaba de la cama porque todo me daba lo mismo y ya no me importaba nada. Hela venía, me daba mordisquitos, me lamía la cara y, al final, me hacía (y me hace) sonreír. Cuando hablo de Hela siempre pienso lo mismo: Hela me salvó la vida.
Estas sensaciones, huelga decir, son todas subjetivas. Pero ha sido mi forma de vivir mi salud mental con mi familia peluda. No hay evidencia científica que avale al 100% que la terapia con animales sea efectiva (dependiendo de lo que busquemos en cada momento, de los objetivos que pretendamos conseguir…) pero mi experiencia ha sido esta. Y es parte de mi vida.
Al igual que yo, sé que muchas personas también sentís la compañía de los animales que conviven con vosotros y quería compartir mi historia con vosotros.
Existen numerosos programas en los que ya se usa la presencia de animales como rehabilitación. Ya sea por el hecho de que vivir con un animal te hace tener una rutina (siempre en los momentos en los que puedes seguir esa rutina en el proceso de recuperación), o por la simple compañía del animal. En este caso, desde la asociación FAEMA, crearon el programa «Un paseo que deja huella», donde se une la rehabilitación psicosocial en salud mental con la protectora de animales de la zona. Las personas, además de ayudar a los perros de la protectora, tenían la oportunidad de realizar rutinas y, en palabras de la asociación: «se benefician de una actividad que les aporta compromiso, respeto, responsabilidad, mayor autoestima y mejora en la expresión de los sentimientos ya que, cada vez que acuden, pasean al mismo perro para poder crear así un vínculo beneficioso para ambos.»
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